Aconcagua
La montaña es cruel
y no perdona a los temerarios. Así lo descubrió un montañista cuando tomó la
decisión más odiada: volverse cuando la meta estaba demasiado cerca.
Por Alberto Sarlo
Escribo estas líneas a casi tres años de haber iniciado la segunda
marcha hacia la cima más alta de América. Les adelanto que no hice cumbre.
También les adelanto que no hice cumbre habiendo llegado al Filo del Guanaco. Traduzco:
no hice cumbre faltándome sólo veinte metros. ¿Se puede ser tan cagón para no
hacer cumbre por veinte metros? Se puede cuando el
líder del grupo dice que están cayendo relámpagos y que los relámpagos matan a
quien recibe el rayo y al que se encuentra en un radio cercano a 10 o 15
metros. Se puede cuando uno es parte de una expedición que deposita su vida en
las decisiones del líder del grupo. Se puede cuando uno es disciplinado,
riguroso e inflexible en sus convicciones. Claro que se puede. Por supuesto que
se puede. Si el guía dice bajamos, yo bajo. Si el guía dice
subimos, yo subo. En el llano nunca haría eso. En el llano uno es independiente
y autónomo, pero en la montaña los independientes y los autónomos se mueren.
Por eso en la montaña yo soy un soldado. Por eso bajé faltando 20 metros
después de tres semanas sin dormir por el soroche. Por eso bajé después de un
muy duro año de entrenamiento. Por eso bajé después de haber trabajado muchas,
pero muchas, horas para costearme este viaje. Por eso bajé habiendo
desperdiciado la posibilidad de pasar unas hermosas semanas en la costa
atlántica con mi esposa y de haber gastado mucha pero mucha guita para este
viaje.Cuando Julio, el guía, sorprendentemente gritó que teníamos que
bajar, yo bajé. Yo, que por conocer la cima perdí por meses la visión de mi ojo
izquierdo, bajé. Yo, que por alcanzar mi objetivo
había adelgazado siete kilos en los últimos doce días, bajé. Yo, que por
conseguir la meta hacía dos meses que salía a correr 10 kilómetros a las seis
de la mañana, para después trabajar 12 horas metido en mi estudio jurídico, bajé.
Yo, ese mismo Alberto Sarlo que, a tan solo 20 metros de la cumbre, no dudó. No
dudé. Ni por un segundo se me cruzó por la cabeza hacer planteo alguno. Yo
bajé. El grupo bajó.
El 25 de enero de
2007, salimos temprano de Plaza de Mulas. Mucha expectativa, mucha adrenalina.
Salimos sabiendo que era la última bala de la cartuchera. No teníamos ni tiempo
ni energías para un tercer asalto. Hacía apenas dos días, la montaña nos había
ordenado a palazos que teníamos que desistir en nuestro primer intento de
atacar la cumbre. Para esta segunda oportunidad, el grupo salió con la misma
formación: Julio Vianna, guía y líder, abría la senda; Alberto
"Pichón" Marchetti lo secundaba muy cerca de su hija, Julia
Marchetti; Leandro y Mariano Metta venían detrás de ella. Nuevamente a mí me
tocaba cerrar la marcha.
El ascenso fue lento y cansino. Pichón la estaba pasando mal. Julia
estaba muy exhausta. Mariano ascendía muy callado, mala señal. Leandro, una
roca. Yo estaba bastante bien. Sorprendentemente no me dolía la cabeza ni
sentía náuseas. Caminé a buen ritmo durante todo el ascenso hasta llegar a
Cambio de Pendiente. Faltando 100
metros, Pichón pidió volver. Estaba mal, desganado y se quejaba porque se
sentía peor que en el primer ataque.Según Pichón, si hubiésemos intentado
atacar unos días atrás, él se habría sentido en condiciones de coronar la
cumbre. Julio lo escuchaba con paciencia mientras lo alentaba. Leandro y
Mariano se adelantaron para ir armando las carpas. Julia lloraba. Con Julio
decidimos repartir el contenido de la mochila de Pichón y le largué una frase
del ex campeón mosca Horacio Accavallo, que usamos en boxeo cuando nos abruman
los golpes: "¡No me bajes
los brazos, pendejo!". Pichón se rió. Yo me reí. Pichón
cambió el humor y decidió seguir. En Cambio de Pendiente, los chicos habían
empezado a armar las carpas. Empecé a descongelar hielo para la merienda y la
cena. Nos acostamos temprano. Al otro día partiríamos para Berlín.
Dormí bien. La náusea no me visitó. Salimos a las ocho de la mañana para
Berlín con un día ventoso pero soleado. Alcanzamos los 5.800 metros sobre el
nivel del mar del campamento Berlín sin cansarnos demasiado. En
Berlín existen tres refugios de madera de estilo alpino. Uno de los tres perdió
el techo hace años por los fuertes vientos, pero los otros dos aún cumplen su
función protectora. Al llegar, notamos que estaban
ocupados por un grupo de brasileños. Nos separamos unos metros de los refugios
y merendamos salamines con café con leche. No bien comenzamos a armar las carpas,
empecé a sentir una fuerte jaqueca. Mariano también andaba mal. Como casi
siempre, las carpas las terminaron armando entre Julio y Leandro. También
fueron ellos quienes juntaron nieve para la cena y el desayuno del día
siguiente.
Nadie
durmió mucho antes del intento de asalto. Esa es la regla. Según lo convenido,
nos levantamos a las cuatro de la madrugada. Nos fuimos vistiendo de acuerdo con los tiempos y las normas que dicta
la altura. Movimientos muy lentos para no agitarnos. En poco más de 45 minutos
estábamos cambiados. Salimos de la carpa y nos dimos cuenta de que, si bien
Julia estaba lista, Pichón había vuelto a sacarse los crampones y las botas
supuestamente porque Julio todavía no había terminado de preparar el desayuno.
Pasamos más de una hora parados fuera de la carpa hasta que por fin estuvimos
todos listos. El plan era salir a las cinco, o cinco y media, del campamento,
pero terminamos saliendo cerca de las siete de la mañana.
Antes de salir me
arrodillé frente a mi carpa e hice lo que hago siempre cuando estamos por
comenzar un asalto a la cumbre: le pedí a la Virgen María que intercediera para
que volviéramos todos los que partíamos. No le pedí que nos llevara a la
cumbre, solo que regresáramos todos. Aclaro: que volviéramos todos significaba
que volviéramos todos con vida.
Era una linda madrugada, despejada, algo ventosa y no muy fría: cinco o
seis grados bajo cero. Encendimos nuestras linternas frontales y partimos. Al
poco tiempo, el viento empezó a soplar de un modo un poco más violento. Llegando
a Piedras Blancas, perdimos mucho tiempo decidiendo si seguíamos o no. El
debate surgió porque desde donde estábamos podíamos ver una fuerte tormenta
cerca de la cumbre. A esto se sumaba que varios andinistas volvían diciendo que
más arriba había un pesto horrible. Julio preguntó qué
queríamos hacer. Pichón quería volver. Julia estaba indecisa. Los Metta y yo
queríamos seguir. Decidimos continuar hasta el campamento Independencia y allí
ver con nuestros propios ojos hasta qué punto el pesto era tan pesto.
Seguimos subiendo. En la cuesta hacia Independencia se me vino el mundo
abajo. Era un repecho que por momentos alcanzaba una inclinación de 50 grados.
A la terrible pendiente en ascenso se sumaba la complejidad de la nieve virgen
que hacía hundir nuestras botas y crampones hasta las rodillas. El esfuerzo
físico no me afectaba; es más, hasta ese momento me sentía muy fuerte. El
problema fue el dolor de cabeza. Comencé a sentir una fuerte punzada en la nuca
que me causaba mareos. Bienvenido mal de altura. Comenzó la taquicardia. No
obstante, me puse primero en la fila para abrir el camino convencido de que en
Independencia me recuperaría. Estaba roto, muy
roto, y encima la nieve parecía ablandarse a cada paso. Pichón cerraba muy
rezagado la fila. Julio lo venía alentando para que no aflojara. Pichón estaba
más roto que yo y quería regresar.
A Independencia llegué muerto. Llegar a los 6.300 metros del
destartalado refugio de madera Independencia fue lo más difícil. Estaba
embotado, con una terrible jaqueca y un incipiente vahído. Julio nos alcanzó
mientras descansábamos y nos informó que Pichón había decidido regresar. Julia
lloraba y pidió volver con su padre, pero Julio la instó a seguir. Dejamos
nuestras mochilas en el refugio para subir más livianos y con mayor comodidad.
Solo nos quedamos con nuestros camel back (una
mochila para llevar agua) y nuestras cantimploras. Llenamos las mochilas con rocas para que el viento no las arrastrara,
tomamos té, café y Power Gel, y reemprendimos la marcha.
Milagrosamente me recuperé. No sé si fue el Power
Gel, el reparo en Independencia o qué
mierda, pero se me había ido la jaqueca y todo malestar. Estaba más fuerte que
nunca. Subimos y comenzamos a transitar el interminable Portezuelo del Viento,
el Peñón Martínez y, por último, La Travesía. Son un duro trayecto que conforma
una especie de puente interminable entre dos cumbres. En
todo ese tramo uno se expone a fuertes vientos, teniendo una vista obligada de
la cima norte del Aconcagua. En esa etapa del viaje me sentía enérgico y
dinámico. Sentía que que mis crampones pisarían
la cumbre.
Unos metros más arriba, en Cueva Amarilla, hicimos una parada muy corta.
Tomamos unos mates cocidos y seguimos hasta llegar al pie de La Canaleta, o
Supercanaleta como a muchos les gusta llamarla. La Supercanaleta se
encuentra a 6.600 metros sobre el nivel del mar y consiste en casi 350 metros
empinadísimos de nieve, piedras inestables y erizadas pendientes. Es el último
gran escollo antes del premio mayor. Es el lugar mítico
del Aconcagua, donde se producen más abandonos. Es la llave al Aconcagua. Quien
supera La Canaleta alcanza la gloria. Es inverosímil vencerla y no conocer la
cima. Es un lugar temido y respetado. Era nuestro último combate.
Uno de los mayores inconvenientes de La Canaleta es el ascenso por el
acarreo, una acumulación de arena y piedras pequeñas que entorpecen el paso.
Los montañeros pasan de transitar por una huella más o menos compacta a
intentar caminar por la empinada morena, sobre una superficie formada por
piedras sueltas y desiguales que dificultan el agarre, incluso el correcto
equilibrio. El único consuelo
de quienes transitan esa zona es el abrigo del viento. Se viene de subir por una zona más expuesta -la Gran Travesía- y el cambio
de rumbo proporciona un abrigo que se agradece antes de salir al Filo del
Guanaco, al pie de la cumbre.
Nuevamente hicimos una breve parada para tomarnos unos mates cocidos y
comer algo. No bien me senté a descansar me volvieron a asolar los fantasmas de
la altura. No podía creerlo, pensaba que los había perdido, pero ahí estaban de
vuelta invadiendo mi cabeza y mi estómago. Me costaba mucho respirar. Me
costaba mucho hacerles entender a mis pulmones que lo que ingresaba con fuertes
bocanadas era oxígeno. Mariano estaba callado, muy callado. Julia estaba
terriblemente exhausta, pero no sentía el más mínimo síntoma del mal agudo de
montaña. Leandro y Julio estaban impecables. Mientras nos
hidratábamos pudimos ver a varios andinistas que bajaban de La Canaleta sin
haber podido coronar la cumbre. Se quejaban del clima. Decían que había comenzado una tormenta de viento muy fuerte y que lo
mejor era escapar antes de que se pusiera aún más peligroso. Decidimos seguir.
Faltaba muy poco para la gloria y, pese a que notábamos que la cosa se estaba
poniendo fulera, creíamos que podríamos capear la borrasca.
Comenzamos a
ascender por La Canaleta. A poco de comenzar nuestra marcha, notamos el cambio
de clima. Nos había llegado la tempestad. Julio nos aconsejó que ascendiéramos
por el flanco derecho. Traduzco la frase: "subir por la derecha"
significa caerse por la derecha, volverse a levantar por la derecha, patinar
por la derecha, putear por la derecha, trastabillar por la derecha, volverse a
caer y lastimarse las manos por la derecha, volver a carajear a la puta
Canaleta y a la putísima madre que la parió por la derecha, ver por debajo de
nosotros una resbalosa pendiente de trescientos y pico de metros y rezarle a la
Virgen María por la derecha, y esquivar rocas enormes que caían a nuestra
conchuda derecha. Eso fue ascender por la derecha.
No sé cuánto tardamos. Nos costó mucho
superar La Canaleta, pero la superamos, superamos el mito. Superamos los 6.900
metros sobre el nivel del mar. Atravesamos la
llave del Aconcagua. Estábamos en el Filo del Guanaco. Estábamos a un suspiro
de la cumbre.
El
Filo del Guanaco es un estrecho sendero que une las cumbres norte y sur del
Aconcagua. La cumbre sur, de 6.930 metros sobre el nivel del mar, estaba por
debajo de nosotros. El mundo estaba por debajo de
nosotros. Al llegar al Filo del Guanaco veníamos muy distanciados en la
columna. Abría la marcha Julio, después Mariano, luego Leandro y Julia. Varios
metros atrás estaba yo junto a mis fantasmas de la altura. Marchábamos
apunados, cansados pero con firmeza. Un paso cada cinco o seis segundos. Un
paso cada trece o catorce segundos. Un paso cada., un paso cada mucho. Yo venía
muy mal. Los espectros que rondaban mi figura eran cada vez más
insistentes.
Me puse a pensar cómo
mierda iba a bajar de la puta Canaleta sin partirme la crisma y me obligué a no
pensar. Rezaba sin pensar. La Canaleta tenía que bajarla hiciese o no hiciese
cumbre. Si me moría despeñado prefería morirme con la cucarda de la cumbre en
mi pecho. Seguí marchando con un clima cada vez más ventoso y frío.
Truenos.
Empezamos a sentir truenos. En pocos segundos la borrasca nubló nuestra visión. Estaba muy alejado de los chicos. Estaba último y estaba concentrado
solamente en dar un paso cada tanto. De pronto me di cuenta de que los chicos
estaban muy cerca de mí. Los había alcanzado. ¿Cómo mierda los había alcanzado
si venía último y caminando más lento que una tortuga? La respuesta es
sencilla: el grupo se había detenido. El grupo discutía. Más bien los que discutían
eran Leandro y Julio. Pese a sentirme para el ojete, todavía podía entender el
castellano, y el castellano de Julio decía que una italiana estaba shockeada
por un rayo que, supuestamente, había impactado cerca de ella. El
castellano de Julio decía que la policía había informado por radio que todos
los que se encontrasen cerca de la cumbre debían bajar de inmediato. El
castellano de Leandro decía que estábamos a 20 metros de la cumbre. El castellano de Leandro decía que estábamos a 6.942 metros y que nadie
da marcha atrás a 6.942 metros. El castellano de Leandro decía que habíamos
salido tarde de Berlín y que si no hubiésemos salido tan tarde, habríamos
llegado a la cumbre. Julio insistió en bajar. Leandro dijo que, pese a todo,
acataría la orden del guía. A Julio le dolía mucho tomar esa decisión, pero la
seguridad debía primar.
Era la segunda vez que guiaba a los Metta y en ninguna de las dos
oportunidades pudo llevarlos a la cumbre. Mariano consintió la decisión,
Leandro también. Yo no dije nada. Yo quería la cumbre, yo ansiaba la cumbre.
Pero en la cumbre yo soy un soldado; ya dije esto, pero se los repito. El
guía dio una orden y yo la acaté sin hesitar. Ni se me cruzó por la cabeza
discutir. Los soldados de la altura no
discutimos decisiones, no discutimos nunca. Mi concepción sobre los soldados de
la altura los describe como guerreros cojonudos, petisos, tenaces, feos,
infatigables, cabrones y negros. Muy negros. Negros cabeza, pero negros cabeza
disciplinados, muy disciplinados. Bajé como negro cabeza feo y disciplinado.
Bajé. Bajamos.
En segundos la tormenta se hizo crudísima. De tormenta eléctrica se
transformó en tormenta blanca. Tormenta de nieve y viento. Torbellino que
arrojaba nieve al rostro con una potencia que causaba dolor, con una energía
propia de una bofetada andina. Tenía muchísimo frío. Luego
nos enteraríamos de que, por las terribles ráfagas de viento y nieve, la
temperatura había descendido a 35 grados bajo cero. Los anteojos con protección
ultravioleta no sirven para nada en esas circunstancias. Nos colocamos los pasamontañas y las antiparras. Mucho viento, mucha
nieve. Nula visión. Yo solo alcanzaba a ver a menos de un metro. Julia se
encontraba delante de mí. Yo solo podía ver el color rojo de la campera de
Julia.
Cuando llegamos a
La Canaleta tomé conciencia de mi estado. Me encontraba exhausto. Estaba
envuelto en una tormenta blanca que me bamboleaba para todos lados y encima
tenía que encarar la bajada de La Canaleta. Pensaba todo eso al pie de La
Canaleta. Al pie de un descenso de 350 metros empinados, con rocas sueltas y
sin visibilidad. Me concentré. Me dije que en cada paso que diera me arriesgaba
la vida. Me juré que pese a mi soroche, a mi jaqueca, a mi frío, a mis miedos,
no iba a trastabillar, no iba a dar lástima, no iba a pedir ayuda, no iba a
dejar trascender mi estado. Serían 200, 300, 500 pasos, qué sé yo, pero cada
paso me lo tomaría como si fuese el primero o, mejor dicho, el último que diera
en mi vida.
La estrategia funcionó. Bajamos La Canaleta. Fue
durísimo y muy peligroso, pero la bajamos. Pisábamos rocas que
se movían, rocas traicioneras. Julia en un momento cayó y empezó a caer cabeza
abajo sin control. Yo estaba detrás de ella y cuando me di cuenta era tarde.
Levanté la vista y ya la tenía 10 metros abajo y en plena caída. No pude
intervenir. Julia pasó a toda velocidad por al lado de Mariano, que tampoco
había advertido su derrumbe. Leandro vio u oyó sus gritos y logró sujetarla por
la cabeza. Se arrojó a su cabeza como si fuese una pelota de fútbol. Todo esto
me lo contaron después porque cuando Julia cayó, ingresó a un mundo de
impenetrable niebla. Yo solo vi que la borrasca roja que tenía a 60 centímetros
de mi nariz desaparecía repentinamente sin siquiera gritar. No hubo más caídas
en La Canaleta. No hubo tragedias.
Recuerdo que al finalizar la bajada se nos acercó un guía chileno, que
de guía de montaña tenía lo mismo que yo tengo de modelo masculino. Le
dijo a Julio que se le había perdido un cliente cerca de la cumbre y que por
favor guiara al resto de su gente hacia Berlín. El grupo en cuestión eran seis
o siete españoles y brasileños con cara de espanto. Julio accedió. Si no hubiera accedido los habría abandonado a una muerte segura.
Forzosamente, accedió y pidió que el grupo se formase en fila india detrás del
último de su grupo, o sea, detrás de mí. Como el grupo en cuestión estaba un
poco deshidratado, Julio les entregó un termo con té caliente y le pidió a
Leandro que nos guiara por un trecho hasta que él terminase de acomodarlos.
Comenzamos el descenso por La Travesía. No se veía nada. Tampoco
podíamos escuchar mucho porque las ráfagas de viento y nieve eran terribles y
constantes. Al poco tiempo de andar, vi pasar una sombra a marcha forzada. La
sombra era Julio, la marcha forzada también.Estábamos congelados y
caminábamos sin saber por dónde lo hacíamos. Caí muchas veces. Me costaba mantener el equilibrio, producto de la anoxia, y encima no
tenía visión de dónde pisaba ya que la antiparra estaba cubierta de hielo y mi
campo visual solo veía blanco, todo blanco, salvo por una brumosa figura roja
que era la espalda de Julia. No podía ingerir líquido porque el camel
back se había congelado junto con su
contenido.
Cada vez que caía,
el brasileño que venía detrás de mí -el primero de los espantados clientes del
falso guía chileno- intentaba darme una mano para levantarme y yo le gritaba
que no me tocara, que yo podía levantarme solo, que no necesitaba ayuda de
nadie. A veces, en el apuro de levantarme y no perder de vista el vitriólico
velo rojo de la campera de Julia, intentaba hacerlo en forma rápida y alocada,
quemando energías y neuronas, y volviéndome a caer de inmediato. En algún
momento, al brasileño se le sumó un español y creo que hasta fui capaz de
insultarlos a ambos cuando pretendieron auxiliarme. Estaba medio "caballo
loco".
Julio también cayó.
En las cercanías del Portezuelo del Viento resbaló por una ladera y rodó más de
10 metros. Se pudo levantar y regresó a guiarnos. Esto tampoco pude verlo. Me
lo contó Leandro, que venía detrás de Julio. Era imposible que lo viese. Julio
estaba a seis metros de distancia y era imposible abarcar semejante extensión
visual.
Seguimos bajando. Llegamos a los
restos de madera del refugio Independencia. Yo venía fundido, fundidísimo. Venía medio grogui, pero en el despelote de la tormenta, los únicos que
lo sabían eran los dos pobres samaritanos que quisieron auxiliarme y a quienes
mandé un poquitito al reverendísimo carajo. Buscamos nuestras mochilas y,
mientras estaba cargando la mía, Julio me pidió que llevara la de Julia, ya que
él notaba que estaba agotada. Yo pensé:"Decile que estás muerto,
decile que no podés dar un paso más, decile que le diga que la lleven Leandro o
Mariano". Eso fue lo que pensé decir, pero lo
que salió de mis labios fue: "Tranqui,
tranqui. Yo llevo la mochila". Un forro. Un forro
a la acuarela.
Recuerdo que las mochilas que debían estar muy livianas parecían
pesadísimas. Supuse que la sensación se debía a mi estado catatónico, y por eso
ignoré esa impresión y seguí marchando.Lo que en realidad mi estado
catatónico no me permitió advertir era que las mochilas no parecían
pesadísimas: las mochilas eran pesadísimas, y la razón de su excesivo peso fue
que no supe percatarme de que hubiera sido atinado sacar las benditas rocas que
les habíamos puesto para que no se volasen por el viento. Sí, señor lector, quien les habla fue tan pero tan pelotudo que se calzó
las dos mochilas sin percatarse de que llevaba más de quince kilos de rocas
andinas tamaño huevo de avestruz. Volví a caerme cuatro o cinco veces más, pero
por suerte para la hermandad latinoamericana, ningún brasileño quiso
auxiliarme.
Fueron horas muy difíciles. En mi mente no cabían razones para entender
cómo Julio nos estaba guiando sin ver a más de un metro. Yo
sabía que hacía años que guiaba en el cerro, pero, por más coronaciones de
cumbre que tengas, bajar a ciegas del Aconcagua con 36 grados bajo cero es un
desafío que supera la mera experiencia. Hay que poseer
otros atributos además de la experiencia.
Finalmente llegamos al campamento Berlín. Los españoles y los brasileños
se abrazaban y lloraban. Yo solamente quería entrar a mi carpa, arroparme en la
bolsa y dormir como un tronco, quería dormir cinco días seguidos. En ese
momento, Leandro notó que el cierre de mi parca estaba abierto. Estuvo abierto
todo el trayecto. Había hecho toda la
bajada con el cierre de la campera abierto. Creo que eso explica por qué me
recontrarrecagué de frío, más de lo tolerable. Tenía una especie de pechera de dos centímetros de espesor de hielo en
todo mi tórax. Los chicos se reían y decían que querían sacarme una foto con mi
superpechera de hielo. Yo solamente quería entrar en mi carpa, arroparme en la
bolsa de dormir y desmayarme 10 días seguidos.
Estaba ansioso por entrar en la carpa y los chicos daban vueltas para
sacar la famosa fucking foto. Me saqué los tres pares de guantes para quitarme
la mochila, y cometí el error de dejar las manos sin guantes durante no más de
10 minutos, que fue el tiempo que la altitud permitió para que sacaran la
famosa foto. La tormenta todavía continuaba dando zarpazos. En
pocos segundos, las palmas de las manos tuvieron que haber bajado a muchos
grados bajo cero. La reacción del organismo es
automática e instintiva. La red de capilares superficiales de las manos se
contrae y deriva la sangre que mantiene caliente la piel de las manos a las
partes más profundas del torso, como por ejemplo el corazón o los pulmones. El
organismo estaba dejando que las manos se congelasen para mantener calientes
los órganos vitales.
Supongo que recién en esos instantes, al pie de la carpa, a centímetros
de la salvación, empecé a reparar en las secuelas de la temeraria bajada. A
medida que aumentaba la fuerza del viento, iba descendiendo la temperatura y notaba
el frío quemándome el rostro, insensibilizando mi nariz y mi barbilla. Mis
dedos comenzaron a helarse. La nieve helada
adherida a mi barba y a mis bigotes había creado sobre mi cara una coraza de
hielo. Sacaron la foto: "¡Digan
whisky, digan whisky!". Puse mi peor
sonrisa, mi mejor mueca cromada. Para cuando
quise entrar en la carpa, los dedos no me respondían, se me habían
congelado.
Traté de asir los cordones de la bota doble, pero mis dedos no se
doblaban. No podía empuñar absolutamente nada. Mis dedos se habían endurecido
por completo, como si fueran de plomo. Se movían rígidamente y en bloque, se
negaban a cerrarse. Traté de conservar la calma. Ingresé medio cuerpo en la
carpa y, en ese momento, comencé a sentir fuertes espasmos por el frío. Mis
dientes castañeteaban de una manera muy ruidosa. Con
la poca calma que todavía conservaba, les pedí a los chicos que me sacaran las
botas dobles porque necesitaba en forma urgente ingresar todo mi cuerpo en la
carpa. Un guía de una carpa de al lado me
llevó té caliente. Me incorporé y tomé la taza tiritando. Coloqué mis manos
directamente sobre la taza de lata con té hirviendo. Ingenuamente, pensé que el
dolor lacerante de piel quemada haría recircular la sangre de mis palmas.
La lenta agonía del apunamiento se desvaneció ante aquella aguda punzada
de escozor en los dedos, ya de por sí llagados. Fueron momentos horribles,
porque no entendía qué carajo me estaba pasando. La
crisis finalizó luego de quince minutos de tomar líquido caliente, de no poder
hablar porque tiritaba y de sufrir violentos espasmos. Luego Julio me contó que a él le había pasado algo similar y que la
descompensación se debía al terrible frío y a la descarga de tensión que uno
vive después de un estrés como el que habíamos padecido al bajar de la
montaña.
Cuando bajé di por
sentado que el segundo ataque a la montaña nunca sería escrito. Me equivoqué.
¿Por qué no quería escribir? Porque no había hecho cumbre. Porque había sido
derrotado. Porque me faltaron 20 metros para el objetivo, 20 putos metros. Pero
al final lo escribí porque tenía que zanjar una deuda con la derrota. Lo
escribí porque, como bien dice un recontragroso de la literatura, de la derrota
no se habla. La lengua pudre la derrota. De la derrota se vuelve por la
revancha, o la capitulación. De la derrota se escribe: la palabra escrita es el
mejor material que se creó hasta ahora para la confrontación con los autos de
fe, el tiempo y el olvido. Saquémonos el sombrero ante Andrés Rivera.
Yo volví de la derrota. Volví de la derrota
con alguna enseñanza: de los errores se aprende. Al escribir sobre la derrota
comprendí que la derrota no había sido tal. La derrota fue
victoria porque, gracias a esa derrota, conocí la sensación de haber sido
montaña. Yo fui montaña. Yo nunca había sido parte de la montaña. Tal vez haya
sido un aprendiz de montañero, posiblemente un aficionado a la montaña. Me
corrijo: estoy seguro de que llegué a ser algo parecido a un montañero, pero
nunca llegué a transformarme en montaña. Pero en el Aconcagua, más precisamente
en el segundo ataque a su cumbre, fui montaña.
Cuando acaté sin chistar la orden de no hacer esos 20 metros fui
montaña. Cuando automáticamente hice caso a la orden del guía sin inmutarme,
fui montaña. Me transformé en montaña. Por primera vez fui un ser sin
ambiciones, sin el deseo narcisista de anotar un nombre más en mi corta lista
de cumbres. Creo haber
entendido que mi uniforme presencia en la montaña, mi kafkiana metamorfosis en
roca, me hizo concebir que nadie puede vanagloriarse de vencer una roca, nadie
puede justificar fracasos, frustraciones o infortunios por dicha menudencia. Lo entendí cuando no hice cumbre en el Aconcagua. Lo concebí a 20 metros
de mis peores egoísmos. Lo averigüé a 20 pasos de mi egolatría más
recalcitrante. Lo descifré en la derrota. Lo asimilé en esa derrota que fue
victoria.
En el Aconcagua fui
montaña.
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